Las artesanas de San Jacinto
Lograron durante el conflicto armado que no se despedazara su pueblo.
Las mujeres son las que históricamente han reconstruido el mundo, después que los hombres han jugado a la guerra, ese invento masculino que se ha justificado de distintas maneras, según el momento, el contexto y el tiempo. Lo mejor que pudo hacer nuestra especie, apenas a mitad del siglo pasado, no fue acabar con la guerra sino, “humanizarla”, como si las lógicas y dinámicas de la misma no fueran cosas humanas, y como si la misma no fuera lo más inhumano.
Los conflictos armados generan un sinnúmero de consecuencias inmediatas, a mediano y largo plazo que, sin duda, impactan la sociedad. Se modifica la cotidianidad, se pierden familiares, se pierden las cosechas, las actividades económicas cambian, se vive en la zozobra, la angustia, la inestabilidad. Se respira la pregunta de quién será el próximo que caerá. La guerra lo modifica todo.
Mientras transcurre el conflicto, las mujeres permanecen. Sostienen el mundo, la cultura, la familia, sobre sus hombros, en su espalda. Todo lo cargan, a veces sin quererlo, a veces queriendo, pero con la certeza de que son ellas el soporte de ese todo que les está arrebatando la violencia. Y después, incluso cuando no ha quedado nada, cuando el conflicto cesa, son ellas las que sostienen esa población con todo y sus heridas. Pues sí, son las mujeres las que reconstruyen y sostienen el mundo.
Esa imagen de las mujeres posconflicto reconstruyendo, la tengo de tres maneras: la primera es la que me hice leyendo el libro “La guerra no tiene rostro de mujer”, de la premio nobel de literatura Svetlana Aleksiévich; ella reúne en ese libro los relatos de las mujeres sobrevivientes de la segunda guerra mundial que participaron como soldadas en el Ejército Ruso.
La segunda imagen es la de un documental que registra a las alemanas rehaciendo las ciudades después de ser bombardeadas. La tercera, es el rostro de las artesanas de San Jacinto, que con su telar y sus tejidos han sostenido este pueblo por encima del conflicto.
De las dos primeras hay mucho que decir, pero son las últimas, las artesanas, las que hoy merecen toda mi atención y la de ustedes. San Jacinto, ese mágico lugar ubicado en las entrañas de los Montes de María, famoso por ser la cuna de los Gaiteros, de Adolfo Pacheco -El de la Hamaca Grande-, y de otros grandes músicos, cantantes y compositores, tiene ahí, en los patios de sus casas, los telares que sostienen su cultura.
Desde que tengo recuerdos, vi a Mami Fanny (mi madre de crianza) tejer cada tarde de su vida; así me enseñó ella a tejer a su lado desde que tenía 6 años. Tejer, una práctica asumida como muy femenina, hizo parte de mi vida desde entonces. Con los años, renuncié a tejer, porque como Hipatia, entendía esa actividad como un amarre a mis ganas libertarias de pensar. Sin embargo, jamás he soltado mi mochila, mis manillas y una hamaca que guardo celosamente en el closet.
Pero no entendí lo que significaba esta forma de vivir hasta que me sumergí en el mundo de las artesanas sanjacinteras. Mujeres valientes, guerreras, luchadoras, perseguidas por un sistema que las excluye cada vez y que piden, como las primeras sufragistas, que se les reconozca su trabajo, que se les igualen los precios y que les nombren como se merecen.
No eligieron ser artesanas, nacieron con eso. Antes de que su madre, una hermana, una prima, les enseñara, ellas, que seguramente fueron concebidas en una hamaca, veían en el gran telar, desde que eran niñas, la actividad más bonita, en la que pueden crearlo todo: tejer, teñir, bordar, diseñar, crear.
Al crecer, tienen en el telar la forma de conseguir ingresos para ayudar a sus numerosas familias, primero, y luego, para sostener la suya propia. Sus maridos, hombres de campo, salen al monte temprano, pero su siembra demora meses; mientras llega la cosecha, ellas, con sus manos, sus espaldas, sus pies, sus años, de frente al telar, tejen las hamacas más bellas, con las que crían a sus hijos, alimentan su hogar y levantan la casa.
Durante el conflicto armado que golpeó tan fuerte a San Jacinto, las artesanas lograron que no se despedazara su pueblo; a pesar de todo, siguieron tejiendo. No llegaba el turista, no podían ir al monte, pero sus telares seguían ahí, de pie en el patio esperando por ellas, y nunca fallaron.
Hace unos días me reuní con un grupo de artesanas gracias a Latinlán, un proyecto de economía naranja y ecofeminismo que rescata y visibiliza, por fin, esos rostros, esos nombres, de cada una de las tejedoras detrás de una hamaca, una mochila, una manilla.
Nombres como el de Gladys Támara y Elena Vásquez se grabaron en mí, por ser gestoras de esa lucha por un comercio justo para ellas. También están Celmira y Damaris Buelvas, Neila Ortega y Ludis Carval, todas grandes artesanas herederas de una tradición ancestral.
Ellas han estado delante del telar, pero detrás en la comercialización, incluso cuando importantes diseñadores las han contratado, estos se llevan todos los créditos y no dejan ver esas manos maravillosas que han dado ese producto. Por supuesto, han pagado por ello, pero les cuento que ese dinero no paga lo que nos han dado por generaciones.
Las artesanas mayores sufren hoy de enfermedades como artritis, artrosis, dolores lumbares, problemas de columna, de circulación. Ese dinero pagó el producto, pero no lo que ellas pusieron en él para hacerlo.
Ahora se respiran otros tiempos, mejora toda la economía del pueblo. San Jacinto recibe turistas, sobre todo en épocas del Festival de Gaitas, que se realiza en agosto, y la Fiesta del Pensamiento, que se hace en enero.
En esa hermosa tierra se encuentra usted con el Cerro de Maco, con el hermoso Museo Comunitario de San Jacinto (y sus vasijas de aproximadamente 6.000 años), con el Café Cerro de Maco -valga decir que tiene la mejor malteada de café del mundo, hecha con café cosechado en los montes de María-, con las artesanías que se venden en la Variante y, por supuesto, si se adentra en el pueblo, se encontrará con las artesanas en los patios de sus casas de frente a su telar, luchando por lo mismo, organizadas, pidiendo que se les reconozca, que no dejen entrar más hamacas industriales a su tierra y que, por fin, tengan ellas y sus familias una mejor calidad de vida.
Dayana De La Rosa Carbonell